EL REFUGIO DE LOS SIGLOS
(Novela ambientada en la Playa de las Catedrales, en la costa de Lugo)
Manuel Díaz Aledo
DYAL
Primera edición: junio de 2012
© 2012
Dyal
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CAPÍTULO I
DESCUBRIMIENTO EN LA
PLAYA
La playa de Las Catedrales estaba
radiante aquella tarde del mes de marzo. Eran las seis y el sol, cayendo hacia
el Oeste y regando de luces la costa de Foz y de Burela, doraba las finas
arenas salpicadas de pequeños charcos que la marea había abandonado al huir en
la bajamar. Las rocas, coronadas en sus alturas por el verde de plantas y
hierbas floreadas, mostraban la esbeltez de su trazado y de sus líneas, de sus
arbotantes y cuevas labradas en las piedras rocosas. Relucían las aguas
estancadas perennemente bajo los arcos de piedra, reflejando brillos en
respuesta a las caricias del sol que se alejaba lentamente. En las charcas,
entre las rocas, se podían ver multiplicidad de algas, envueltas en colores
verdosos, marrones y rojizos, teniendo por compañía a algunos erizos, cangrejos
y multitud de pequeños mejillones, lapas,
caracolillos y hasta alguna pequeña estrella de mar. Ramilletes de mejillones,
agarrados a las rocas, esperaban ya el regreso de las aguas al volver a subir
la marea. La tarde de aquel día era plácida y tranquila, apacible y
adormecedora.
Juan, el protagonista de nuestra
historia, caminaba lentamente, junto a la orilla del mar, por la playa de Las
Catedrales. Iba embebido en su paseo, adentrándose una y otra vez en el agua, metido
en sus propios pensamientos. Notaba el calorcillo del sol, ya en retirada, en
su cabeza mientras su vista saltaba sin cesar de la arena a las rocas, de éstas
a las olas que rompían por todas partes y, de nuevo, a las arenas húmedas que
iba pisando. Unas difusas huellas iban quedando tras él. Sus zapatos reposaban unos
metros más arriba, en la parte seca de la playa. La tarde estaba cayendo y ya no
había nadie en aquella parte del arenal. Estaba solo. Él, las aguas, la playa y
sus pensamientos. Conocía todos los rincones de este lugar paradisíaco ya que,
desde su infancia, había acudido allí infinidad de veces. Además, su profesión
de geólogo le ayudaba y estimulaba fuertemente a mirar con entusiasmo aquellas
rocas, sus formas y su composición. Acudía en invierno, para contemplar el
efecto de la lluvia y el viento sobre sus arenas o para ver los fuertes
temporales que azotan con frecuencia esta parte del Cantábrico. Lo hacía, también,
en primavera y en otoño. Pero sobre todo en verano, época en que se bañaba y adentraba,
prudentemente, entre las olas traicioneras de Las Catedrales. Conocía cada
rincón de esta playa, hasta el punto de poder dibujarla, toda ella, en un papel
sentado en la mesa de su casa. Pero, además, incluía en ese conocimiento a las
cuevas de la playa en las que había penetrado, para explorarlas, infinidad de
veces.
La playa de Las Catedrales, antes
más conocida como Augas Santas, debe su esplendor y su prestigio, como saben
bien sus numerosos visitantes, a las diversas cuevas que el mar ha ido abriendo
desde tiempos inalcanzables para nuestro conocimiento y a los grandes arcos que
caprichosamente la erosión marina y eólica han labrado durante siglos. Y esas
cuevas están constituidas por grandes columnas de piedra, tan irregulares en
sus formas y diseños, como hermosas y admirables. Esos múltiples arcos de
piedra, asentados contra las rocas, semejan los armónicos trazados de los
arbotantes de una catedral. De ahí su nombre y su popularidad. El mar, con la
ayuda del viento, la lluvia y las mareas, ha sido el artista que diseñó, dibujó
y llevó a cabo la construcción de estas cuevas, en las que las aguas penetran
en la pleamar hasta su fondo, que se intuye allá adentro o que se puede alcanzar
y recorrer en la bajamar. Es entonces, cuando las aguas se van retirando, el
momento de ver como una parte de éstas quedan atrapadas, como si decidiesen
permanecer de guardia durante las seis horas de marea, al pie de las cuevas,
permitiendo así la conjunción de piedra, arena y agua marina.
Juan conocía todas esas cuevas,
una a una. Las identificaba en sus variantes de trazado, de formas y
profundidades y las detallaba con un nombre descriptivo e imaginativo. La
fantasía de las catedrales rocosas se extendía así, en su pensamiento,
permaneciendo en un rincón de su mente. Podemos decir que Juan estaba profundamente
enamorado de aquel lugar, de la playa de las Catedrales. Por eso, desde muy
niño las visitaba con tanta frecuencia, unas veces solo y otras con la compañía
de su novia Montse, tan amante como él de la naturaleza y del entorno marino de
la zona de esta playa.
Aquella tarde de marzo, con la
marea bajando, había descendido a la playa al terminar su trabajo, y caminando
hacia la derecha, pasaba frente a la serie de cuevas y arcos que se extienden por
ese lado. Mientras hundía sus pies en el agua de la orilla, que todavía no
había llegado a las rocas, mirando al mar se fijó en una bandada de gaviotas
que volaban bajo. Con sus graznidos agudos, siempre algo desagradables, y rompiendo
la calma chicha del momento, tras
unos vuelos en círculo se lanzaron una tras otra hasta la parte alta de una de
las cuevas. Juan las siguió con la mirada y observó que se posaban sobre las
rocas. Había visto esto miles de veces. Allí permanecerían, al último sol de la
tarde, antes de levantar el vuelo en
busca de sus nidos y escondrijos nocturnos, entre las piedras y las fracturas
en las rocas. Pero no fue así. De pronto las gaviotas desaparecieron de su
vista sin haber levantado el vuelo. Se paró bruscamente en la arena detectando
algo anormal. Dónde estarían, pensó mientras se acercaba al lugar. Para esto
hubo de introducirse algo en la cueva y meterse en el agua estancada que allí
había. Cuando se dio cuenta ya le llegaba a la rodilla y había mojado sus
pantalones remangados. No veía las gaviotas que serían una veintena, más o
menos. Le asaltaba la curiosidad. No se podían haber escapado de su vista,
volando hacia otra parte. Lo habría advertido, máxime dada su experiencia en la
contemplación de todo lo que pasaba en aquella playa. Se sintió intrigado y
decidió subir a las rocas más bajas para no mojarse.
La marea estaba empezando a subir
y tenía tiempo suficiente. Desde ellas, cubiertas de resbaladizas algas verdes
y pardas, con pequeñas colonias de
mejillones y bígaros por todas partes, saltó
a la base de la pared rocosa y comenzó a trepar por el costado más accesible.
Dominaba esta técnica, ya que había escalado allí multitud de veces desde su
niñez. Seguía sin ver las gaviotas y éstas no levantaban el vuelo ni daban
señales de vida. Aquello era realmente muy extraño, nunca había observado ese
comportamiento de aquellas aves, de costumbres por demás simples y
reiterativas. Continuó ascendiendo cuidadosamente y llegó a la parte más
dificultosa. No iba vestido para la ocasión y empezaba a correr peligro de un
desgarrón del pantalón vaquero y su camisa de rayas. Se detuvo y estiró el
cuello tratando de ver la parte superior de aquella pared rocosa. Observó que
había varios salientes en las piedras que le podían permitir seguir subiendo
con cierto esfuerzo. Pero debía de tener cuidado ya que alguno podía ser un
falso apoyo. Se agarró a uno de ellos, subió el pie estirándose al máximo, alcanzó
otro y de nuevo trepó hasta coger un saliente por encima de su cabeza. Hacia
arriba solamente veía la roca, esbelta y fuerte, con sus caras cortadas y
llagadas por los efectos del oleaje y el viento a través de cientos y cientos
de años.
Empezó a verse en situación
inestable, ya a cierta altura sobre el suelo. Hacia arriba no era posible
ascender sin la ayuda de alguna cuerda. Abajo las rocas salpicadas entre la
arena y los charcos de agua. Estaba dentro de la cueva y ya no le daba el sol.
Notaba la humedad del interior. Decidió hacer otro último esfuerzo antes de
abandonar su intento. Le costó mucho y, además, notó un fuerte rasponazo en una
pierna que, a buen seguro, empezaría a sangrar. Seguía sin localizar a la
bandada de gaviotas. Tampoco las oía graznar ni alborotar. Examinó detenidamente
algo que le llamó la atención. Unos metros más arriba, a su derecha, entrando
más hacia la cueva parecía haber una pequeña plataforma. Solamente así tenía
sentido el que la pared rocosa continuase, hacia arriba, más retrancada.
Durante unos instantes observó aquel lugar. No le cabía duda alguna, allí había
algo que nunca había descubierto. Era una especie de saliente pétreo que, en
forma de plataforma, le impedía ver parte de la pared. Y justamente por allí
había visto posarse a la bandada de gaviotas. Intrigado al máximo y picado en
su curiosidad, ante la posibilidad de que pudiera haber algo en aquella playa
que él no conociese y dominase, decidió volver al día siguiente debidamente
preparado. Descendió, ya con el sol ocultándose por detrás de las tierras de
Burela y regresó pensativo a su casa.
Volvería a escalar aquella pared al día siguiente.
Juan vivía desde hacía dos meses
en un pequeño piso alquilado en el pueblo cercano de Ribadeo, su villa natal.
Tenía 32 años y estaba soltero. Trabajaba como geólogo en una empresa que
estaba construyendo la autovía, a su paso por esa zona costera. Ese trabajo le
gustaba, máxime al poderlo realizar allí en La Mariña lucense, donde
estaban sus padres y amigos. En sus ratos de ocio solía recorrer toda la zona
costera próxima, desde Ribadeo a Foz, deteniéndose con frecuencia en cada una de
las pequeñas playas y calas de esa zona. A veces, era su afición a la pesca con
caña la que le llevaba a esos lugares. Con frecuencia le acompañaban algunos de
sus amigos. Al anochecer de aquel día, ya en su casa, pensó en todo lo que
había visto y en la mejor forma de alcanzar aquel lugar en el interior de la
cueva. Lo más adecuado, pensaba, sería descender con cuerdas desde el prado que
bordeaba, coronándola, toda la playa. Habría que situarse justamente encima de
aquella cueva. Pero al estar la plataforma rocosa que pretendía alcanzar, bastante
adentrada en ella no parecía posible utilizar este modo de acceso sin
dificultades. No, aquello había de hacerse profesionalmente. Tenía un amigo que
era la persona adecuada para acompañarle. Parecía ser, por tanto, la mejor
solución. Tomás era gran aficionado a la montaña y a la escalada. Tenía
experiencia en subir cotas de cierto relieve y, sin duda, disponía de material
para hacerlo. No lo dudó. Le llamó por el móvil y le contó lo que había visto
esa tarde.
Tomás, joven como él y empleado
comercial en Lugo, en una empresa de venta de material para obras públicas y
construcción, que residía en esa ciudad, no pareció, en principio, interesarse
demasiado por el tema. Como sus padres tenían un chalet en la playa de
Barreiros, solía ir allí con mucha frecuencia. Además su novia, Silvia,
trabajaba en Ribadeo por lo que estas visitas se producían todos los finales de
semana. En muchas de sus escapadas a Barreiros, en ocasiones en días de semana,
se reunía con Juan y algunos otros amigos. Ya conocía las aficiones de éste y
su entusiasmo por aquellas cuevas de Las Catedrales. Pero a él no le atraían
demasiado dado que las consideraba de escasa dificultad para la escalada.
-
Tomás… te aseguro que aquello, lo que he visto, no es
normal. Hay algo extraño y quiero saberlo. Yo solo no puedo subir hasta allí.
No soy buen escalador. ¡Échame una mano, anda! - animó Juan a su amigo.
-
Mañana tengo otros planes. He quedado con mi novia, Silvia,
para ir a hacer unas compras en Ribadeo – le contestó, evasivo, Tomás.
-
Será poco tiempo. Basta con que me ayudes a subir hasta
la plataforma en la cueva y que después dejemos montadas unas cuerdas para el
descenso. Te irás pronto. Ya verás. Podemos ir de madrugada, antes de que vaya
la gente por allí y así tendrás tiempo para ir con Silvia – siguió sugerente
Juan - ¿A qué hora has quedado con ella?
-
¡A las 11 de la mañana en su casa de Ribadeo! Aprovecho
que tengo que ver a unos clientes allí y en Vegadeo.
-
¡Entonces nos sobra el tiempo, Tomás! ¡Venga ya… un
amigo es un amigo!
Tomás intuyó que el interés de
Juan por esta pequeña aventura en Las Catedrales era grande. No lo entendía del
todo. Madrugar para bajar a la playa…Pensó unos instantes y creyó dar con el
quid del asunto: ¡Juan había encontrado algo poco corriente! ¡Quizás algo
valioso!
- Tomás ¿estás
ahí todavía? – preguntó Juan.
-
¡Huummm! - contestó Tomás tras unos instantes de
silencio al otro lado del móvil - De acuerdo. Te acompañaré mañana y ya llevaré
yo todo lo necesario para subir a ese Himalaya que has encontrado ¡viejo
soñador! ¿A qué hora paso a buscarte a casa?
-
A las siete de la mañana. Y preparamos todo antes de
bajar a la playa. Te invitaré a un café con churros antes de ir. Si encontramos
abierto un bar.
Juan hizo acopio, rápidamente, de
algunas cosas que consideró necesarias: una linterna con pilas, calzado
adecuado, la mochila, un pequeño botiquín por si había alguna caída o resbalón
en las rocas, un cuchillo, unas coca colas y frutos secos… Tomás ya se ocupaba
de las cuerdas y demás. Y se fue a la cama, un poco inquieto sin saber bien el
por qué. Ignoraba, claro está, la inmensa aventura que le iba a deparar el día
siguiente en Las Catedrales. No podía sospecharlo. Antes llamó a Montse para
hablarle de esta pequeña excursión con Tomás a la cueva, lo que no llamó mucho
la atención de la chica, puesto que ya conocía bien sus aficiones.
No durmió bien y tuvo algunas
pesadillas. Lo achacó a la cena un tanto precipitada. Pero en el fondo se
notaba nervioso sin saber bien por qué. A las siete y unos minutos Tomás llamó
a su puerta y enseguida cargaron todo en su coche. Enseguida llegaron al alto
de la playa de las Catedrales. Eran las siete y media de aquel 21 de marzo y la
noche todavía mantenía tendidos algunos de sus postreros velos. Además, se
notaba el frío de la helada. Se vislumbraba la niebla en la costa. No había
nadie por allí. Bajaron todo hasta la playa y en bañador, pero con polo y jersey,
se dirigieron hacia la cueva. A la entrada de ésta colocaron ordenadamente todo
lo que llevaban. La bajamar se alcanzaría a las 9,49.
-
Bueno Juan ¿hasta dónde hay que trepar? - le dijo Tomás
con aire dispuesto a acabar pronto aquello - ¿Dónde está ese rincón de las
rocas?
-
Tenemos que mojarnos un poco. La marea ya ha bajado
mucho. Falta sólo una hora para la bajamar. Pero hay que entrar dentro de la cueva. Te lo enseñaré con la linterna - le
contestó Juan al tiempo que entraba decidido en el agua del interior de la gruta.
Al momento iluminó con la
linterna la parte alta, a la derecha, de aquella cueva, señalándole a Tomas el
sitio exacto en el que se veía aquella especie de plataforma formada por un
pronunciado saliente de las rocas. Le indicó, también, hasta donde había subido
trepando la tarde anterior.
-
Bueno – dijo Tomás
tras explorar visualmente esa parte de la cueva - Es un poco complicado para
ti. Pero voy a trepar yo primero y montaré un par de cuerdas para que subas tú
después con ayuda de ellas. No me va a resultar difícil ¡espero!
Tomás comenzó su tarea y como
experto escalador pronto llegó arriba, buscando lugares adecuados en la pared
rocosa y clavando algunos hierros para sujetar bien el cordaje y para que
sirvieran de puntos de apoyo a su amigo. Observó que aquella roca era
suficientemente resistente cuando clavó esos hierros. Una vez arriba, Juan vio
que lo perdía prácticamente de vista durante un momento. Pasaron un par de
minutos. Tomás le gritó, sin que él lo pudiese ver todavía:
-
¡Estoy aquí, Juan! No hay problema pero…
-
¿Pero qué…? – le chilló Juan a su amigo un par de veces
sin obtener contestación - ¿Qué ves ahí arriba?
De nuevo sintió Juan una extraña
sensación de inquietud y nerviosismo, que aumentó al no ver a su amigo. Los minutos
que pasaron en esta situación se le hicieron demasiado largos. Al poco la
cabeza de su amigo asomó desde aquella plataforma.
-
Voy a bajar ya, Juan. Te explicaré lo que hay aquí. Es una
sorpresa que te va a gustar ¡Creo…! – le gritó desde arriba.
Bajó con rapidez y facilidad,
descolgándose por la cuerda que había dejado montada desde arriba. Al instante
estaba junto a su amigo. Con sorpresa, Juan creyó ver una extraña mueca en el
rostro de su amigo Tomás. Éste bebió unos tragos de la coca-cola y explicó a
Juan.
-
Vamos a ver, amiguete. Ya se porque perdiste de vista a
tus gaviotas - enfatizó mientras Juan ardía en deseos de conocer lo que pasaba -
Hay una cueva allí arriba. Te explico. Al principio solamente me fijé en esa
plataforma. Es realmente una superficie bastante plana y ancha. Más bien
profunda. Como de un par de metros. Por eso no se ve desde abajo ni al
acercarte trepando como te pasó a ti ayer. Pero luego, observé que había algo
de vegetación, unos arbustos o algo así y otras plantas y hierbas al fondo, al
nivel de la pared rocosa. Lo iba a dejar ya, cuando me pareció que detrás de
esa hojarasca y vegetación no había roca. Como no veía bien, iluminé aquello
con la linterna y comprobé que, en efecto, detrás de las plantas parecía no
haber roca. Corté y arranqué las que pude con el machete. Y con cierta sorpresa
vi que allí había la entrada de una cueva…
-
¿De una cueva… allá arriba? – interrumpió Juan a su
amigo - Sería un agujero o una hendidura en las rocas…
-
No mi querido amigo… ¡una cueva! Pero déjame que te
siga explicando. Se trata de una abertura, no muy grande, que permite entrar
agachado. Solamente me he metido algo así como un par de metros. Pero he
iluminado con la linterna lo que se veía. Hay esa entrada que se ensancha
conforme avanzas. Vi que era una especie de galería que se extiende, con algo
de pendiente hacia abajo. En lo que pude ver a la luz de la linterna, esa
galería se hace más alta y ancha. Creo que se puede ir erguido o al menos con
cierta comodidad. Eso si… el suelo es completamente liso y muy resbaladizo. No
parece haber mucha humedad en las paredes que también son muy lisas. No se ve
el final con la linterna, al menos desde el punto hasta el que llegué. Solamente
entré un par de metros y me volví para contarte todo esto. ¿Qué te parece?
Juan quedó estupefacto con este
relato. ¡Una cueva allá arriba! No lo podía creer. ¡Él que conocía la playa y
sus arcos rocosos como la palma de la mano! Que casi se había criado allí… Eran
ya las nueve de la mañana y el día ya se había aposentado sobre aquel lugar,
evidentemente recóndito. Todavía no había nadie en aquella parte de la playa.
Los dos amigos se sentaron sobre unas piedras planas para comentar aquello.
-
Juan…tú que eres geólogo ¿cómo interpretas esto? Es
materia tuya. Yo solamente soy un mediocre escalador en mis tiempos libres y un
comercial de venta de maquinaria - exclamó Tomás esperando las explicaciones
técnicas de su amigo.
-
Veamos… Si hay una cueva y no únicamente unas
hendiduras profundas en la roca o una zona más erosionada, no puede haber sido
hecha por el mar. Está muy alta y, por lo que dices, los materiales rocosos que
la forman son similares a todas estas
paredes. No es posible que la erosión del mar, el viento y la lluvia hiciesen
ese agujero. Luego tuvo que ser, posiblemente, producido por alguna corriente de
agua que, hace miles de años encontró una salida por ahí o quizás haya sido hecha
por manos humanas. También pudo ser que, a causa de los hundimientos y
desprendimientos que se habrán ido produciendo por la acción del mar sobre las
rocas a lo largo de siglos, se pusiese al descubierto alguna galería de
corriente subterránea de aguas. Puede haber sido cualquier cosa menos la acción
directa del mar. Eso creo yo. No me parece muy posible que la haya hecho el hombre.
¿Para que iban a hacer una cueva colgada sobre el mar? Pero bueno… puede ser
una cueva que tenga acceso por tierra, por algún otro lugar.
-
Pues yo, Juan… presiento que es una cueva larga y
grande. Sabes que hay algunas por esta costa.
-
Si… ya lo se y he entrado en varias de ellas por aquí.
Pero todas están al nivel del suelo. Entras directamente en ellas en la bajamar
y el agua penetra y sale con las mareas. En realidad, así se han formado
posiblemente la mayoría. Por la erosión marina.
Tras unos momentos de silencio,
Juan se levantó diciendo a su amigo.
-
Pero eso tengo que verlo yo. ¿Me ayudas a subir?
-
Si claro… vamos allá.
En esos momentos Tomás había
olvidado ya la cita con su novia y estaba un tanto intrigado por aquel asunto,
máxime al ver el enorme interés de Juan. Se dirigieron a la cueva y Tomás
explicó a su amigo como debía de subir, trepando por las rocas, agarrado
siempre a la cuerda que él había dejado, totalmente asegurada. Arriba había
logrado atarlas bien a unos salientes rocosos, suficientemente sólidos, que
estaban un poco a la izquierda de la entrada a la cueva recién descubierta.
Además había colocado varios hierros, clavados a la pared rocosa, haciendo
pasar por ellos el cordaje. Cogieron las mochilas y empezaron la subida. Juan iba
delante y Tomás algo atrás por si su compañero tenía algún problema.
De este modo la ascensión hasta
la plataforma fue relativamente fácil. Juan pasó miedo en algún momento, sobre
todo con algún resbalón al apoyar el pie en pequeños salientes o hendiduras de
la roca. También le costaba subir a pulso en algunos momentos antes de volver a
apoyar sus pies en alguno de los hierros o en la roca. Pero pronto estuvieron
los dos en lo alto, en esa especie de plataforma dispuestos a ver qué había en
aquella cueva.
Tomás sugirió que, al ser terreno
muy resbaladizo, fueran dejando un par de cuerdas desde la entrada e ir
asegurándolas para que les sirvieran de ayuda y, sobre todo, por si se producía
algún resbalón de alguno de ellos y evitar que rodara o se escurriera por aquel
suelo que tenía un poco de pendiente y era completamente liso. Lo comenzaron a
hacer así, por lo que entraron con lentitud, mientras la luz de las linternas
recorría toda la superficie de la galería.
Avanzaron lentamente. Al geólogo
Juan le sorprendía lo liso y perfectamente pulido del terreno que pisaban en
aquella cueva. Las paredes, tanto fuera como dentro de aquel lugar, eran de
pizarra y esquisto erosionado como ya conocía sobradamente. Rocas metamórficas
con diversos minerales laminares tales como mica, clorita, grafito, cuarzo y
feldespato. Minerales planos y alargados, colocados en capas. Ese terreno no
era excesivamente duro. Por eso el mar lo había ido trabajando en la playa con
el paso del tiempo, modelándolo con relativa facilidad. Lo iba horadando, hacía
cuevas y agujeros y con el paso de los años se iban hundiendo capas de terreno,
desprendiéndose rocas y tierras. Así había ido avanzando el mar por aquel
lugar. Pero… ¡aquella cueva! Parecía diferir de ese planteamiento geológico que
sucedía desde muchos siglos antes.
Mientras iba pensando estas
cosas, los dos amigos se encontraron de pronto con una bifurcación. Dos caminos
aparecían ante su vista cuando apenas habrían recorrido una veintena de metros
dentro de la cueva. Se pararon. El de la izquierda parecía estrecharse. Con la
linterna lo iluminaron y vieron que terminaba poco más adelante, formando una
cueva pequeña cuyos techos iban descendiendo hasta unirse con el suelo.
Iluminaron la entrada del otro camino. Parecía la continuación natural del que
venían recorriendo. La misma altura, que permitía ir casi completamente
erguidos. Los mismos materiales en suelo y paredes. No se veía su final ni
ninguna luz al fondo. El silencio era sepulcral. Miraron atrás y vieron cerca
la luz del exterior.
-
¿Continuamos? - inquirió Tomás.
-
Creo que podemos seguir algo más. Esto lo veo fácil por
ahora – contestó Juan – pero vamos con cuidado. La verdad es que estoy deseando
saber que es esto.
Comenzaron de nuevo a caminar.
Juan iba delante iluminando el camino con su linterna y Tomás le seguía un par
de metros por detrás. Ambos iban agarrados a las dos cuerdas tratando de
asegurar cada paso en el terreno que parecía cada vez más resbaladizo. Al cabo
de pocos minutos sucedió algo inesperado. Juan pareció resbalar y caer al
suelo. Gritó sorprendido y asustado. Tomás, que iba muy vigilante por su
experiencia en la montaña, dio un brinco y sujetó por el cuello a su amigo. A éste
se le había caído la linterna. Sólo la luz de la de Tomás iluminaba la escena.
Por un momento, le pareció a éste que perdía de vista a su amigo. Pero no lo
había soltado y al instante, le pasó la cuerda alrededor, por debajo de los
brazos, e hizo un nudo. Así ya no podría escapársele. Iluminó a Juan y vio su
cara de sorpresa.
-
He debido de caer en un hoyo –le gritó Juan todavía con
el susto en el cuerpo – Pero… no. Estoy apoyado sobre el suelo, aunque mis pies no tocan el fondo… parece una rampa.
-
Ya veo lo que pasa, Juan. Es una especie de agujero. Es
como una rampa inclinada. Te voy a ayudar a salir de ahí. ¡Vamos!
Juan subió al punto anterior con
ayuda de las cuerdas. Su linterna no aparecía. Sin duda había caído al suelo y
rodado por aquella rampa. Examinaron el camino que tenían hacia delante y
aquella especie de agujero que había allí. Al poco concluyó Tomás:
-
Está claro. El camino sigue hacia delante y no se ve el
final. Parece que hace una curva o algo así allí adelante, donde ilumino con mi
linterna. Pero aquí, donde tú has caído hay una verdadera bifurcación. Ese agujero
es una galería que toma otra dirección. Va hacia abajo. ¿Ves Juan? Es una rampa bastante inclinada que va en
otra dirección diferente.
-
Si y debe de ser muy resbaladiza. Tanto o más que el
camino que hemos hecho. Los materiales rocosos parecen iguales. ¿Quién habrá
hecho esto? Parece una trampa mortal. Con la oscuridad y estos materiales no
era fácil de ver ese pozo. Ha faltado poco para irme por ahí abajo si no me
hubieses sujetado…
-
Las cuerdas te han salvado – añadió Tomás algo asustado
todavía al percatarse del peligro que había corrido su amigo.
Se sentaron en el suelo mirando
aquella nueva galería descendente recién descubierta. La iluminaron repetidas
veces con la linterna tratando de adivinar adonde llevaría. Pero a Juan,
además, le rondaba la cabeza la pregunta de quien habría hecho aquellas
galerías. Eran muy redondeadas, de paredes muy lisas. Aquella rampa parecía ser
una especie de tobogán por el que había estado a punto de rodar. El mar,
pensaba, no ha hecho esto. A esta altura sobre la playa y tantos metros adentro
no podía haber sido. ¿La habrían hecho los hombres en épocas pasadas? ¿Para
qué?
Hablaron entre ellos y decidieron
que parecía más interesante bajar por la galería en rampa que seguir el camino
hacia el frente. Éste parecía, en todo caso, más fácil y lo podrían dejar para
explorar más adelante. Lo que les intrigaba era la rampa. Pero no podían
continuar con los escasos medios que tenían allí. Parecía todo muy peligroso
para arriesgarse a bajar con aquellas dos cuerdas y sin otra ayuda. No… lo
planearían adecuadamente y volverían. Tomaron la decisión de dejar aquella
exploración y salir al exterior.
A los pocos minutos estaban ya
fuera de la galería, sobre aquella plataforma que habían descubierto en la
cueva grande de la playa. Bajaron por las cuerdas que habían dejado. Tomás las escondió,
recogidas en la plataforma superior, para no dejarlas a la vista de la gente de
la playa y después, caminando por la arena, se dirigieron al coche, arriba en
la pradera. Un grupo numeroso que formaban una expedición de visitantes recién
llegados a la playa, se aprestaban a bajar. Un par de atrevidos bañistas ya
estaban en el agua y varios paseantes caminaban por las limpias arenas de Las
Catedrales, mientras un autobús traía a aquel lugar una excursión de
forasteros. Comenzaba, un día más, el ajetreo turístico de este lugar, mientras
la marea ya subía y los dos amigos regresaban a sus trabajos.
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