LEER CAPÍTULO I











EL REFUGIO DE LOS SIGLOS


(Novela ambientada en la Playa de las Catedrales, en la costa de Lugo)








Manuel Díaz Aledo


DYAL




Primera edición: junio de 2012

© 2012  Dyal

Printed in Spain

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Editado por Dyal (La Coruña)





Depósito Legal:  C1332-2012








CAPÍTULO I

DESCUBRIMIENTO EN LA PLAYA

La playa de Las Catedrales estaba radiante aquella tarde del mes de marzo. Eran las seis y el sol, cayendo hacia el Oeste y regando de luces la costa de Foz y de Burela, doraba las finas arenas salpicadas de pequeños charcos que la marea había abandonado al huir en la bajamar. Las rocas, coronadas en sus alturas por el verde de plantas y hierbas floreadas, mostraban la esbeltez de su trazado y de sus líneas, de sus arbotantes y cuevas labradas en las piedras rocosas. Relucían las aguas estancadas perennemente bajo los arcos de piedra, reflejando brillos en respuesta a las caricias del sol que se alejaba lentamente. En las charcas, entre las rocas, se podían ver multiplicidad de algas, envueltas en colores verdosos, marrones y rojizos, teniendo por compañía a algunos erizos, cangrejos y multitud de pequeños mejillones, lapas, caracolillos y hasta alguna pequeña estrella de mar. Ramilletes de mejillones, agarrados a las rocas, esperaban ya el regreso de las aguas al volver a subir la marea. La tarde de aquel día era plácida y tranquila, apacible y adormecedora.

Juan, el protagonista de nuestra historia, caminaba lentamente, junto a la orilla del mar, por la playa de Las Catedrales. Iba embebido en su paseo, adentrándose una y otra vez en el agua, metido en sus propios pensamientos. Notaba el calorcillo del sol, ya en retirada, en su cabeza mientras su vista saltaba sin cesar de la arena a las rocas, de éstas a las olas que rompían por todas partes y, de nuevo, a las arenas húmedas que iba pisando. Unas difusas huellas iban quedando tras él. Sus zapatos reposaban unos metros más arriba, en la parte seca de la playa. La tarde estaba cayendo y ya no había nadie en aquella parte del arenal. Estaba solo. Él, las aguas, la playa y sus pensamientos. Conocía todos los rincones de este lugar paradisíaco ya que, desde su infancia, había acudido allí infinidad de veces. Además, su profesión de geólogo le ayudaba y estimulaba fuertemente a mirar con entusiasmo aquellas rocas, sus formas y su composición. Acudía en invierno, para contemplar el efecto de la lluvia y el viento sobre sus arenas o para ver los fuertes temporales que azotan con frecuencia esta parte del Cantábrico. Lo hacía, también, en primavera y en otoño. Pero sobre todo en verano, época en que se bañaba y adentraba, prudentemente, entre las olas traicioneras de Las Catedrales. Conocía cada rincón de esta playa, hasta el punto de poder dibujarla, toda ella, en un papel sentado en la mesa de su casa. Pero, además, incluía en ese conocimiento a las cuevas de la playa en las que había penetrado, para explorarlas, infinidad de veces.

La playa de Las Catedrales, antes más conocida como Augas Santas, debe su esplendor y su prestigio, como saben bien sus numerosos visitantes, a las diversas cuevas que el mar ha ido abriendo desde tiempos inalcanzables para nuestro conocimiento y a los grandes arcos que caprichosamente la erosión marina y eólica han labrado durante siglos. Y esas cuevas están constituidas por grandes columnas de piedra, tan irregulares en sus formas y diseños, como hermosas y admirables. Esos múltiples arcos de piedra, asentados contra las rocas, semejan los armónicos trazados de los arbotantes de una catedral. De ahí su nombre y su popularidad. El mar, con la ayuda del viento, la lluvia y las mareas, ha sido el artista que diseñó, dibujó y llevó a cabo la construcción de estas cuevas, en las que las aguas penetran en la pleamar hasta su fondo, que se intuye allá adentro o que se puede alcanzar y recorrer en la bajamar. Es entonces, cuando las aguas se van retirando, el momento de ver como una parte de éstas quedan atrapadas, como si decidiesen permanecer de guardia durante las seis horas de marea, al pie de las cuevas, permitiendo así la conjunción de piedra, arena y agua marina.

Juan conocía todas esas cuevas, una a una. Las identificaba en sus variantes de trazado, de formas y profundidades y las detallaba con un nombre descriptivo e imaginativo. La fantasía de las catedrales rocosas se extendía así, en su pensamiento, permaneciendo en un rincón de su mente. Podemos decir que Juan estaba profundamente enamorado de aquel lugar, de la playa de las Catedrales. Por eso, desde muy niño las visitaba con tanta frecuencia, unas veces solo y otras con la compañía de su novia Montse, tan amante como él de la naturaleza y del entorno marino de la zona de esta playa.

Aquella tarde de marzo, con la marea bajando, había descendido a la playa al terminar su trabajo, y caminando hacia la derecha, pasaba frente a la serie de cuevas y arcos que se extienden por ese lado. Mientras hundía sus pies en el agua de la orilla, que todavía no había llegado a las rocas, mirando al mar se fijó en una bandada de gaviotas que volaban bajo. Con sus graznidos agudos, siempre algo desagradables, y rompiendo la calma chicha del momento, tras unos vuelos en círculo se lanzaron una tras otra hasta la parte alta de una de las cuevas. Juan las siguió con la mirada y observó que se posaban sobre las rocas. Había visto esto miles de veces. Allí permanecerían, al último sol de la tarde, antes de levantar el  vuelo en busca de sus nidos y escondrijos nocturnos, entre las piedras y las fracturas en las rocas. Pero no fue así. De pronto las gaviotas desaparecieron de su vista sin haber levantado el vuelo. Se paró bruscamente en la arena detectando algo anormal. Dónde estarían, pensó mientras se acercaba al lugar. Para esto hubo de introducirse algo en la cueva y meterse en el agua estancada que allí había. Cuando se dio cuenta ya le llegaba a la rodilla y había mojado sus pantalones remangados. No veía las gaviotas que serían una veintena, más o menos. Le asaltaba la curiosidad. No se podían haber escapado de su vista, volando hacia otra parte. Lo habría advertido, máxime dada su experiencia en la contemplación de todo lo que pasaba en aquella playa. Se sintió intrigado y decidió subir a las rocas más bajas para no mojarse.

La marea estaba empezando a subir y tenía tiempo suficiente. Desde ellas, cubiertas de resbaladizas algas verdes y pardas, con  pequeñas colonias de mejillones y bígaros  por todas partes, saltó a la base de la pared rocosa y comenzó a trepar por el costado más accesible. Dominaba esta técnica, ya que había escalado allí multitud de veces desde su niñez. Seguía sin ver las gaviotas y éstas no levantaban el vuelo ni daban señales de vida. Aquello era realmente muy extraño, nunca había observado ese comportamiento de aquellas aves, de costumbres por demás simples y reiterativas. Continuó ascendiendo cuidadosamente y llegó a la parte más dificultosa. No iba vestido para la ocasión y empezaba a correr peligro de un desgarrón del pantalón vaquero y su camisa de rayas. Se detuvo y estiró el cuello tratando de ver la parte superior de aquella pared rocosa. Observó que había varios salientes en las piedras que le podían permitir seguir subiendo con cierto esfuerzo. Pero debía de tener cuidado ya que alguno podía ser un falso apoyo. Se agarró a uno de ellos, subió el pie estirándose al máximo, alcanzó otro y de nuevo trepó hasta coger un saliente por encima de su cabeza. Hacia arriba solamente veía la roca, esbelta y fuerte, con sus caras cortadas y llagadas por los efectos del oleaje y el viento a través de cientos y cientos de años.

Empezó a verse en situación inestable, ya a cierta altura sobre el suelo. Hacia arriba no era posible ascender sin la ayuda de alguna cuerda. Abajo las rocas salpicadas entre la arena y los charcos de agua. Estaba dentro de la cueva y ya no le daba el sol. Notaba la humedad del interior. Decidió hacer otro último esfuerzo antes de abandonar su intento. Le costó mucho y, además, notó un fuerte rasponazo en una pierna que, a buen seguro, empezaría a sangrar. Seguía sin localizar a la bandada de gaviotas. Tampoco las oía graznar ni alborotar. Examinó detenidamente algo que le llamó la atención. Unos metros más arriba, a su derecha, entrando más hacia la cueva parecía haber una pequeña plataforma. Solamente así tenía sentido el que la pared rocosa continuase, hacia arriba, más retrancada. Durante unos instantes observó aquel lugar. No le cabía duda alguna, allí había algo que nunca había descubierto. Era una especie de saliente pétreo que, en forma de plataforma, le impedía ver parte de la pared. Y justamente por allí había visto posarse a la bandada de gaviotas. Intrigado al máximo y picado en su curiosidad, ante la posibilidad de que pudiera haber algo en aquella playa que él no conociese y dominase, decidió volver al día siguiente debidamente preparado. Descendió, ya con el sol ocultándose por detrás de las tierras de Burela y regresó  pensativo a su casa. Volvería a escalar aquella pared al día siguiente.

Juan vivía desde hacía dos meses en un pequeño piso alquilado en el pueblo cercano de Ribadeo, su villa natal. Tenía 32 años y estaba soltero. Trabajaba como geólogo en una empresa que estaba construyendo la autovía, a su paso por esa zona costera. Ese trabajo le gustaba, máxime al poderlo realizar allí en La Mariña lucense, donde estaban sus padres y amigos. En sus ratos de ocio solía recorrer toda la zona costera próxima, desde Ribadeo a Foz, deteniéndose con frecuencia en cada una de las pequeñas playas y calas de esa zona. A veces, era su afición a la pesca con caña la que le llevaba a esos lugares. Con frecuencia le acompañaban algunos de sus amigos. Al anochecer de aquel día, ya en su casa, pensó en todo lo que había visto y en la mejor forma de alcanzar aquel lugar en el interior de la cueva. Lo más adecuado, pensaba, sería descender con cuerdas desde el prado que bordeaba, coronándola, toda la playa. Habría que situarse justamente encima de aquella cueva. Pero al estar la plataforma rocosa que pretendía alcanzar, bastante adentrada en ella no parecía posible utilizar este modo de acceso sin dificultades. No, aquello había de hacerse profesionalmente. Tenía un amigo que era la persona adecuada para acompañarle. Parecía ser, por tanto, la mejor solución. Tomás era gran aficionado a la montaña y a la escalada. Tenía experiencia en subir cotas de cierto relieve y, sin duda, disponía de material para hacerlo. No lo dudó. Le llamó por el móvil y le contó lo que había visto esa tarde.

Tomás, joven como él y empleado comercial en Lugo, en una empresa de venta de material para obras públicas y construcción, que residía en esa ciudad, no pareció, en principio, interesarse demasiado por el tema. Como sus padres tenían un chalet en la playa de Barreiros, solía ir allí con mucha frecuencia. Además su novia, Silvia, trabajaba en Ribadeo por lo que estas visitas se producían todos los finales de semana. En muchas de sus escapadas a Barreiros, en ocasiones en días de semana, se reunía con Juan y algunos otros amigos. Ya conocía las aficiones de éste y su entusiasmo por aquellas cuevas de Las Catedrales. Pero a él no le atraían demasiado dado que las consideraba de escasa dificultad para la escalada.

-          Tomás… te aseguro que aquello, lo que he visto, no es normal. Hay algo extraño y quiero saberlo. Yo solo no puedo subir hasta allí. No soy buen escalador. ¡Échame una mano, anda! - animó Juan a su amigo.

-          Mañana tengo otros planes. He quedado con mi novia, Silvia, para ir a hacer unas compras en Ribadeo – le contestó, evasivo, Tomás.

-          Será poco tiempo. Basta con que me ayudes a subir hasta la plataforma en la cueva y que después dejemos montadas unas cuerdas para el descenso. Te irás pronto. Ya verás. Podemos ir de madrugada, antes de que vaya la gente por allí y así tendrás tiempo para ir con Silvia – siguió sugerente Juan - ¿A qué hora has quedado con ella?

-          ¡A las 11 de la mañana en su casa de Ribadeo! Aprovecho que tengo que ver a unos clientes allí y en Vegadeo.

-          ¡Entonces nos sobra el tiempo, Tomás! ¡Venga ya… un amigo es un amigo!

Tomás intuyó que el interés de Juan por esta pequeña aventura en Las Catedrales era grande. No lo entendía del todo. Madrugar para bajar a la playa…Pensó unos instantes y creyó dar con el quid del asunto: ¡Juan había encontrado algo poco corriente! ¡Quizás algo valioso!

- Tomás ¿estás ahí todavía? – preguntó Juan.

-          ¡Huummm! - contestó Tomás tras unos instantes de silencio al otro lado del móvil - De acuerdo. Te acompañaré mañana y ya llevaré yo todo lo necesario para subir a ese Himalaya que has encontrado ¡viejo soñador! ¿A qué hora paso a buscarte a casa?

-          A las siete de la mañana. Y preparamos todo antes de bajar a la playa. Te invitaré a un café con churros antes de ir. Si encontramos abierto un bar.

Juan hizo acopio, rápidamente, de algunas cosas que consideró necesarias: una linterna con pilas, calzado adecuado, la mochila, un pequeño botiquín por si había alguna caída o resbalón en las rocas, un cuchillo, unas coca colas y frutos secos… Tomás ya se ocupaba de las cuerdas y demás. Y se fue a la cama, un poco inquieto sin saber bien el por qué. Ignoraba, claro está, la inmensa aventura que le iba a deparar el día siguiente en Las Catedrales. No podía sospecharlo. Antes llamó a Montse para hablarle de esta pequeña excursión con Tomás a la cueva, lo que no llamó mucho la atención de la chica, puesto que ya conocía bien sus aficiones.

No durmió bien y tuvo algunas pesadillas. Lo achacó a la cena un tanto precipitada. Pero en el fondo se notaba nervioso sin saber bien por qué. A las siete y unos minutos Tomás llamó a su puerta y enseguida cargaron todo en su coche. Enseguida llegaron al alto de la playa de las Catedrales. Eran las siete y media de aquel 21 de marzo y la noche todavía mantenía tendidos algunos de sus postreros velos. Además, se notaba el frío de la helada. Se vislumbraba la niebla en la costa. No había nadie por allí. Bajaron todo hasta la playa y en bañador, pero con polo y jersey, se dirigieron hacia la cueva. A la entrada de ésta colocaron ordenadamente todo lo que llevaban. La bajamar se alcanzaría a las 9,49.

-          Bueno Juan ¿hasta dónde hay que trepar? - le dijo Tomás con aire dispuesto a acabar pronto aquello - ¿Dónde está ese rincón de las rocas?

-          Tenemos que mojarnos un poco. La marea ya ha bajado mucho. Falta sólo una hora para la bajamar. Pero hay que entrar dentro de la  cueva. Te lo enseñaré con la linterna - le contestó Juan al tiempo que entraba decidido en el agua del interior de la gruta.

Al momento iluminó con la linterna la parte alta, a la derecha, de aquella cueva, señalándole a Tomas el sitio exacto en el que se veía aquella especie de plataforma formada por un pronunciado saliente de las rocas. Le indicó, también, hasta donde había subido trepando la tarde anterior.

-          Bueno – dijo Tomás  tras explorar visualmente esa parte de la cueva - Es un poco complicado para ti. Pero voy a trepar yo primero y montaré un par de cuerdas para que subas tú después con ayuda de ellas. No me va a resultar difícil ¡espero!

Tomás comenzó su tarea y como experto escalador pronto llegó arriba, buscando lugares adecuados en la pared rocosa y clavando algunos hierros para sujetar bien el cordaje y para que sirvieran de puntos de apoyo a su amigo. Observó que aquella roca era suficientemente resistente cuando clavó esos hierros. Una vez arriba, Juan vio que lo perdía prácticamente de vista durante un momento. Pasaron un par de minutos. Tomás le gritó, sin que él lo pudiese ver todavía:

-          ¡Estoy aquí, Juan! No hay problema pero…

-          ¿Pero qué…? – le chilló Juan a su amigo un par de veces sin obtener contestación - ¿Qué ves ahí arriba?

De nuevo sintió Juan una extraña sensación de inquietud y nerviosismo, que aumentó al no ver a su amigo. Los minutos que pasaron en esta situación se le hicieron demasiado largos. Al poco la cabeza de su amigo asomó desde aquella plataforma.

-          Voy a bajar ya, Juan. Te explicaré lo que hay aquí. Es una sorpresa que te va a gustar ¡Creo…! – le gritó desde arriba.

Bajó con rapidez y facilidad, descolgándose por la cuerda que había dejado montada desde arriba. Al instante estaba junto a su amigo. Con sorpresa, Juan creyó ver una extraña mueca en el rostro de su amigo Tomás. Éste bebió unos tragos de la coca-cola y explicó a Juan.

-          Vamos a ver, amiguete. Ya se porque perdiste de vista a tus gaviotas - enfatizó mientras Juan ardía en deseos de conocer lo que pasaba - Hay una cueva allí arriba. Te explico. Al principio solamente me fijé en esa plataforma. Es realmente una superficie bastante plana y ancha. Más bien profunda. Como de un par de metros. Por eso no se ve desde abajo ni al acercarte trepando como te pasó a ti ayer. Pero luego, observé que había algo de vegetación, unos arbustos o algo así y otras plantas y hierbas al fondo, al nivel de la pared rocosa. Lo iba a dejar ya, cuando me pareció que detrás de esa hojarasca y vegetación no había roca. Como no veía bien, iluminé aquello con la linterna y comprobé que, en efecto, detrás de las plantas parecía no haber roca. Corté y arranqué las que pude con el machete. Y con cierta sorpresa vi que allí había la entrada de una cueva…

-          ¿De una cueva… allá arriba? – interrumpió Juan a su amigo - Sería un agujero o una hendidura en las rocas…

-          No mi querido amigo… ¡una cueva! Pero déjame que te siga explicando. Se trata de una abertura, no muy grande, que permite entrar agachado. Solamente me he metido algo así como un par de metros. Pero he iluminado con la linterna lo que se veía. Hay esa entrada que se ensancha conforme avanzas. Vi que era una especie de galería que se extiende, con algo de pendiente hacia abajo. En lo que pude ver a la luz de la linterna, esa galería se hace más alta y ancha. Creo que se puede ir erguido o al menos con cierta comodidad. Eso si… el suelo es completamente liso y muy resbaladizo. No parece haber mucha humedad en las paredes que también son muy lisas. No se ve el final con la linterna, al menos desde el punto hasta el que llegué. Solamente entré un par de metros y me volví para contarte todo esto. ¿Qué te parece?

Juan quedó estupefacto con este relato. ¡Una cueva allá arriba! No lo podía creer. ¡Él que conocía la playa y sus arcos rocosos como la palma de la mano! Que casi se había criado allí… Eran ya las nueve de la mañana y el día ya se había aposentado sobre aquel lugar, evidentemente recóndito. Todavía no había nadie en aquella parte de la playa. Los dos amigos se sentaron sobre unas piedras planas para comentar aquello.

-          Juan…tú que eres geólogo ¿cómo interpretas esto? Es materia tuya. Yo solamente soy un mediocre escalador en mis tiempos libres y un comercial de venta de maquinaria - exclamó Tomás esperando las explicaciones técnicas de su amigo.

-          Veamos… Si hay una cueva y no únicamente unas hendiduras profundas en la roca o una zona más erosionada, no puede haber sido hecha por el mar. Está muy alta y, por lo que dices, los materiales rocosos que la forman son similares  a todas estas paredes. No es posible que la erosión del mar, el viento y la lluvia hiciesen ese agujero. Luego tuvo que ser, posiblemente, producido por alguna corriente de agua que, hace miles de años encontró una salida por ahí o quizás haya sido hecha por manos humanas. También pudo ser que, a causa de los hundimientos y desprendimientos que se habrán ido produciendo por la acción del mar sobre las rocas a lo largo de siglos, se pusiese al descubierto alguna galería de corriente subterránea de aguas. Puede haber sido cualquier cosa menos la acción directa del mar. Eso creo yo. No me parece muy posible que la haya hecho el hombre. ¿Para que iban a hacer una cueva colgada sobre el mar? Pero bueno… puede ser una cueva que tenga acceso por tierra, por algún otro lugar.

-          Pues yo, Juan… presiento que es una cueva larga y grande. Sabes que hay algunas por esta costa.

-          Si… ya lo se y he entrado en varias de ellas por aquí. Pero todas están al nivel del suelo. Entras directamente en ellas en la bajamar y el agua penetra y sale con las mareas. En realidad, así se han formado posiblemente la mayoría. Por la erosión marina.

Tras unos momentos de silencio, Juan se levantó diciendo a su amigo.

-          Pero eso tengo que verlo yo. ¿Me ayudas a subir?

-          Si claro… vamos allá.

En esos momentos Tomás había olvidado ya la cita con su novia y estaba un tanto intrigado por aquel asunto, máxime al ver el enorme interés de Juan. Se dirigieron a la cueva y Tomás explicó a su amigo como debía de subir, trepando por las rocas, agarrado siempre a la cuerda que él había dejado, totalmente asegurada. Arriba había logrado atarlas bien a unos salientes rocosos, suficientemente sólidos, que estaban un poco a la izquierda de la entrada a la cueva recién descubierta. Además había colocado varios hierros, clavados a la pared rocosa, haciendo pasar por ellos el cordaje. Cogieron las mochilas y empezaron la subida. Juan iba delante y Tomás algo atrás por si su compañero tenía algún problema.

De este modo la ascensión hasta la plataforma fue relativamente fácil. Juan pasó miedo en algún momento, sobre todo con algún resbalón al apoyar el pie en pequeños salientes o hendiduras de la roca. También le costaba subir a pulso en algunos momentos antes de volver a apoyar sus pies en alguno de los hierros o en la roca. Pero pronto estuvieron los dos en lo alto, en esa especie de plataforma dispuestos a ver qué había en aquella cueva.

Tomás sugirió que, al ser terreno muy resbaladizo, fueran dejando un par de cuerdas desde la entrada e ir asegurándolas para que les sirvieran de ayuda y, sobre todo, por si se producía algún resbalón de alguno de ellos y evitar que rodara o se escurriera por aquel suelo que tenía un poco de pendiente y era completamente liso. Lo comenzaron a hacer así, por lo que entraron con lentitud, mientras la luz de las linternas recorría toda la superficie de la galería.

Avanzaron lentamente. Al geólogo Juan le sorprendía lo liso y perfectamente pulido del terreno que pisaban en aquella cueva. Las paredes, tanto fuera como dentro de aquel lugar, eran de pizarra y esquisto erosionado como ya conocía sobradamente. Rocas metamórficas con diversos minerales laminares tales como mica, clorita, grafito, cuarzo y feldespato. Minerales planos y alargados, colocados en capas. Ese terreno no era excesivamente duro. Por eso el mar lo había ido trabajando en la playa con el paso del tiempo, modelándolo con relativa facilidad. Lo iba horadando, hacía cuevas y agujeros y con el paso de los años se iban hundiendo capas de terreno, desprendiéndose rocas y tierras. Así había ido avanzando el mar por aquel lugar. Pero… ¡aquella cueva! Parecía diferir de ese planteamiento geológico que sucedía desde muchos siglos antes.

Mientras iba pensando estas cosas, los dos amigos se encontraron de pronto con una bifurcación. Dos caminos aparecían ante su vista cuando apenas habrían recorrido una veintena de metros dentro de la cueva. Se pararon. El de la izquierda parecía estrecharse. Con la linterna lo iluminaron y vieron que terminaba poco más adelante, formando una cueva pequeña cuyos techos iban descendiendo hasta unirse con el suelo. Iluminaron la entrada del otro camino. Parecía la continuación natural del que venían recorriendo. La misma altura, que permitía ir casi completamente erguidos. Los mismos materiales en suelo y paredes. No se veía su final ni ninguna luz al fondo. El silencio era sepulcral. Miraron atrás y vieron cerca la luz del exterior.

-          ¿Continuamos? - inquirió Tomás.

-          Creo que podemos seguir algo más. Esto lo veo fácil por ahora – contestó Juan – pero vamos con cuidado. La verdad es que estoy deseando saber que es esto.

Comenzaron de nuevo a caminar. Juan iba delante iluminando el camino con su linterna y Tomás le seguía un par de metros por detrás. Ambos iban agarrados a las dos cuerdas tratando de asegurar cada paso en el terreno que parecía cada vez más resbaladizo. Al cabo de pocos minutos sucedió algo inesperado. Juan pareció resbalar y caer al suelo. Gritó sorprendido y asustado. Tomás, que iba muy vigilante por su experiencia en la montaña, dio un brinco y sujetó por el cuello a su amigo. A éste se le había caído la linterna. Sólo la luz de la de Tomás iluminaba la escena. Por un momento, le pareció a éste que perdía de vista a su amigo. Pero no lo había soltado y al instante, le pasó la cuerda alrededor, por debajo de los brazos, e hizo un nudo. Así ya no podría escapársele. Iluminó a Juan y vio su cara de sorpresa.

-          He debido de caer en un hoyo –le gritó Juan todavía con el susto en el cuerpo – Pero… no. Estoy apoyado sobre el suelo, aunque  mis pies no tocan el fondo… parece una rampa.

-          Ya veo lo que pasa, Juan. Es una especie de agujero. Es como una rampa inclinada. Te voy a ayudar a salir de ahí. ¡Vamos!

Juan subió al punto anterior con ayuda de las cuerdas. Su linterna no aparecía. Sin duda había caído al suelo y rodado por aquella rampa. Examinaron el camino que tenían hacia delante y aquella especie de agujero que había allí. Al poco concluyó Tomás:

-          Está claro. El camino sigue hacia delante y no se ve el final. Parece que hace una curva o algo así allí adelante, donde ilumino con mi linterna. Pero aquí, donde tú has caído hay una verdadera bifurcación. Ese agujero es una galería que toma otra dirección. Va hacia abajo. ¿Ves Juan?  Es una rampa bastante inclinada que va en otra dirección diferente.

-          Si y debe de ser muy resbaladiza. Tanto o más que el camino que hemos hecho. Los materiales rocosos parecen iguales. ¿Quién habrá hecho esto? Parece una trampa mortal. Con la oscuridad y estos materiales no era fácil de ver ese pozo. Ha faltado poco para irme por ahí abajo si no me hubieses sujetado…

-          Las cuerdas te han salvado – añadió Tomás algo asustado todavía al percatarse del peligro que había corrido su amigo.

Se sentaron en el suelo mirando aquella nueva galería descendente recién descubierta. La iluminaron repetidas veces con la linterna tratando de adivinar adonde llevaría. Pero a Juan, además, le rondaba la cabeza la pregunta de quien habría hecho aquellas galerías. Eran muy redondeadas, de paredes muy lisas. Aquella rampa parecía ser una especie de tobogán por el que había estado a punto de rodar. El mar, pensaba, no ha hecho esto. A esta altura sobre la playa y tantos metros adentro no podía haber sido. ¿La habrían hecho los hombres en épocas pasadas? ¿Para qué?

Hablaron entre ellos y decidieron que parecía más interesante bajar por la galería en rampa que seguir el camino hacia el frente. Éste parecía, en todo caso, más fácil y lo podrían dejar para explorar más adelante. Lo que les intrigaba era la rampa. Pero no podían continuar con los escasos medios que tenían allí. Parecía todo muy peligroso para arriesgarse a bajar con aquellas dos cuerdas y sin otra ayuda. No… lo planearían adecuadamente y volverían. Tomaron la decisión de dejar aquella exploración y salir al exterior.

A los pocos minutos estaban ya fuera de la galería, sobre aquella plataforma que habían descubierto en la cueva grande de la playa. Bajaron por las cuerdas que habían dejado. Tomás las escondió, recogidas en la plataforma superior, para no dejarlas a la vista de la gente de la playa y después, caminando por la arena, se dirigieron al coche, arriba en la pradera. Un grupo numeroso que formaban una expedición de visitantes recién llegados a la playa, se aprestaban a bajar. Un par de atrevidos bañistas ya estaban en el agua y varios paseantes caminaban por las limpias arenas de Las Catedrales, mientras un autobús traía a aquel lugar una excursión de forasteros. Comenzaba, un día más, el ajetreo turístico de este lugar, mientras la marea ya subía y los dos amigos regresaban a sus trabajos.






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